martes, 10 de julio de 2012

#62 Convertirme en pez

Me cuesta hablar de la familia, y más ahora que me prometí a mi misma que iba a hablar mucho menos. Creo que es la parte de mi vida, de mi misma, más triste, y quizás la que más me ha enseñado, pero a veces ciertos momentos, ciertos recuerdos me acechan por la noche, bajo las sábanas, entre lágrimas, o paseando, viendo a alguna familia aparentemente tan feliz. Yo intento ignorar esos pensamientos, intentar, que con el tiempo, desaparezcan de mi memoria.

 La familia... duele.

 Yo que estoy tan interesada en las relaciones humanas, la psicología, la filosofía y los niños, se me llena la boca exaltando la importancia de la familia como pilar básico para el desarrollo normal.

Tuve una infancia muy feliz, y una adolescencia complicada, como todos. Se podría decir que he vivido una vida, hasta ahora, con normalidad. Pero una cosa es lo que pueda aparentar, y otra cosa muy distinta es como me he sentido en esos momentos. He tenido que madurar antes de tiempo, o quizás, de despertar.

El otro día, mi hermano, de 14 años, y yo, fuimos los dos solos a ver una película al cine. Nunca había hablado con mi hermano de nada verdaderamente importante, y sin embargo me encontré a mi misma, en unas escaleras, confiándole cosas que solo comparto con amigos muy íntimos y cercanos. Hablamos sobre mi, mis decisiones, sobre nuestros padres y el resto de la "familia", sobre sus miedos y sus recuerdos, sobre mi pareja actual y algunas aventuras. Fue un poco raro, porque se nos humedecieron los ojos de forma contenida al darnos cuenta de que ambos teníamos algo en común: malos y buenos recuerdos, que nos marcaron y nos marcaran de por vida, y ese miedo incontenible de ser consciente de todo.

 Al día siguiente, fuimos al pueblo de mis padres, en el que yo había pasado parte de mi infancia, para ver a mi abuelo de casi 85 años al que hacía más de dos años que no veía, por motivos que aquí no merecen su sitio. Tras una breve visita, sin mucho de qué hablar ni que decir, fuimos a visitar a mis tíos a su casa en el campo. Allí estaban los hijos de mi prima de cuatro y ocho años. Gracias a ellos encontré la excusa perfecta para dar una vuelta en bici con ellos por los alrededores cuando mi madre se puso a desenterrar recuerdos que debían ya estar más que muertos.

 Montada en la bici, paseando con los niños por las calles de la urbanización y saludando a las vacas, los caballos o los vecinos que nos encontrábamos me sentía un poquito más serena. Paramos a tomar un helado en una casa que vendía golosinas, y los críos empezaron a contarme cosas de sus primos o de lo que iban a hacer estas vacaciones. Yo les preguntaban y ellos a mí. Todo era fácil y sencillo.

 Lo cierto es que tengo muchas cosas que decir de mi familia, pero Internet no es el lugar idóneo para ello, ni yo tengo las fuerzas suficientes para escribirlas. Sólo me apetecía remarcar un aspecto de mí, que poca gente conoce y conocerá, sólo para que no juzguen antes de tiempo. Simplemente me apetecía, pues... quizás intentar ver que yo también tengo una familia, que por mucho que me quiera y se preocupe por mi, a veces, duele demasiado.


 "A veces me gustaría convertirme en pez. 
Olvidarlo todo a los tres segundos y seguir nadando tan feliz"


PD.:  Entiéndase que esta entrada no rompe el propósito de no hablar tanto sobre mi familia (¡que va viento en popa!). Es mi blog, mi cajón de desahogo y desvarío, de las confesiones a nadie.

No hay comentarios:

Publicar un comentario