lunes, 7 de mayo de 2012

#50 Para Suerte Pésima, sobre Suerte Pésima

Hoy la historia la cuento yo...


“¿Veis ese hueco en el árbol? ¿El ojo que usa El Gran Roble Azul para ver el mundo? Ahí nació Suerte Pésima.
Es un chico singular, veréis. Nació en el ojo de ese gran roble, enredado en ramas, pegajoso por la savia y envuelto en hojas enormes. No era un niño muy bonito cuando nació, la verdad sea dicha.
Nació en la Primavera de un año extrañísimo, con una temperatura no menos singular. Resulta, que en el año en el que nació, cuando las personas daban los buenos días, el Sol vergonzoso se escondía temeroso de que el día no fuese realmente bueno. La Luna testaruda y amorosa como una madre salía en su busca, intentando suplir con su débil luz lo que su amigo el Sol no podía iluminar.
Eran pocos los días en los que el Sol se armó de valor para salir, pero cuando lo hacía, las presumidas nubes llenas de gélidas gotas empezaban a danzar delante de él, así que triste volvía a su casa.
En esa extraña Primavera nació Suerte Pésima. No había pájaros cantarines que salieran a cantar ante las gotas de rocío iluminadas por el Sol, porque simplemente: no paraba de llover y… el Sol no estaba. En esa gélida Primavera sólo los cuervos se dignaban a alzar su vuelo entre las oscuras nubes en busca de algo que llevarse al pico con lo que comer o entretenerse. En uno de sus vuelos fueron atraídos por un extraño resplandor.
De una bandada de cuervos sólo uno pudo ver ese pequeño resplandor, y recordando el aburrimiento padecido durante todo ese tiempo, sin decir nada, y sigilosamente, deslizó sus alas a direcciones más estables y menos volátiles y posó sus garras en el ojo de El Gran Roble Azul, y allí, vio el origen de la luz que tanto le llamó: se fijó en unos enormes ojos marrones de niño. Un niño pálido, que al verlo, en lugar de llorar, alzó las comisuras de sus labios y sonrió. El cuervo, que no quería que su nuevo entretenimiento acabase tan pronto jugueteó con él, picoteando con suavidad el rechoncho cuerpecito del niño que no paraba de reír.
Al final el cuervo se olvidó de todo: de sus compañeros, de a qué había venido y de  por qué aún seguía allí, pero el caso es que las sonrisas del niño, su fuerza y calidez secaban sus alas de las frías gotas de lluvia. Decidió quedarse con el niño, protegerlo de otros animales y alimentarlo lo buenamente que podía.
Cuando el niño creció, el ojo de El Gran Roble Azul se quedó algo pequeño y saltó de él, y el ojo del magnífico árbol se cerró. En ese momento, las hojas de El Gran Roble Azul comenzaron a caer lentamente, creando una lluvia de colores plateados que hipotizaron al niño y a su amigo alado. Suerte Pésima sintió correr por sus mejillas un líquido espeso y salado y como dentro de su pecho algo se rompía. El Gran Roble Azul y Suerte Pésima lloraron durante tres días seguidos en una azul despedida.
Suerte Pésima agazapado entre las raíces del árbol comenzó a tiritar, y su oscuro amigo intentó darle calor, pero de nada servía. Preocupado, alzó el vuelo en busca de algo con lo que abrigarle. Voló y voló durante horas hasta que en una alta colina vislumbró a su más fiero enemigo: El Espantapájaros. Éste al ver unas grandes alas negras sonrío con sus dientes de cordel cosidos en una pútrida calabaza y con las garras de rastrillos oxidados que eran sus manos amenazó al ave con destrozarle si continuaba con su vuelo. El pájaro tembló, sintió miedo, pero la memoria de los ojos sin color, que una vez brillaron en el profundo ojo de un árbol, le dieron fuerza para abrir su duro pico y derribar con brutalidad a la bestia informe, y recogió con dificultad los ropajes raídos y harapientos. Rápido y veloz llegó por fin a donde se encontraba el niño y le tendió los ropajes, que éste se puso con cuidado y sin quejarse.
Eran ropas viejas, de telas de saco y retales de piezas inservibles de colores envejecidos pobremente unidos los unos a los otros. Era un tejido tosco, que hubiera hecho daño a cualquier piel sensible, demasiado delicada, demasiado… corriente.
Llegó el Verano y el Sol, armado de valor, volvió a salir, esta vez sonriente y festivo.
Suerte Pésima y el Cuervo caminaron durante días, durante semanas, meses, en busca de un lugar donde resguardarse del sofocante calor al que ninguno de los dos estaba acostumbrado. Se contaban historias el uno al otro. Las de Suerte Pésima eran inventadas y las del Cuervo, eran… incomprensibles. Pero ambos se escuchaban el uno al otro.
Un día, de pleno Agosto, cansados y sedientos, dieron, en mitad del bosque, que curioso, con un perfecto pozo de agua potable. Empezaron a correr y a volar, y no sabría deciros quien de los dos hacía qué, y se lanzaron a la cuerda del pozo, que empezaron a subir con rapidez. Cada vez costaba más tirar de la cuerda, y cada vez tenían más sed, pero de repente… ¡no fue agua sino una pequeña crenea lo que consiguieron!
Si no sabéis lo que es una crenea, os diré que son las hadas que habitan en los pozos, náyades, ninfas que custodian el agua encerrada por los humanos. Ésta, había sido abandonada por sus hermanas hacía siglos, y cansada de pedir ayuda, y de que ningún caminante pasajero tuviese imperiosas necesidades de beber había acabado por perder la voz.
Suerte Pésima la miró sorprendido. Tenía unos enormes ojos verdosos, y el cabello castaño, que a la luz del Sol relucía como el oro. Enredado en el pelo tenía formando graciosamente una bella corona de algas y plantas acuáticas. Su piel tenía un extraño color aceitunado y vestía un fino vestido de color blando que marcada sus formas y todo lo que debía permanecer íntimamente en secreto.
Ambos se miraron durante largo rato, hasta que la crenea sonrío abiertamente y se lanzó a su brazos. Suerte Pésima logró cogerla pero cayó de espaldas, con ella encima. La crenea río y se incorporó dando saltitos, invitándole a hacer lo mismo.
Embelesado la siguió, hasta que la crenea se sentó sobre una roca y le invitó a que hiciera lo mismo. Ella, sin dejar de sonreír señaló hacia un conjunto de rocas muy cerca suya. Suerte Pésima puso atención, pero no vio nada. La crenea insistió, moviendo el brazo en la misma dirección enérgicamente. El chico, se levantó, dio unos pasos en la tierra fangosa y descubrió que justo entre la unión de varias rocas brotaba un hilillo de agua cristalina. Eufórico, se volvió hacia la crenea, que dejó de señalar a las rocas para señalarse a sí misma. Vio que la chica movía los labios, pero no consiguió oír nada.
Dando grandes zancadas, se arrodilló frente a ella y le preguntó:
-¿Cómo dices?
-L…ysk.
-¿Lysk?
La crenea asintió.
-¿Ese es tu nombre?
La crenea volvió a asentir, se alzó, y aunque pequeña, hizo que Suerte Pésima también se pusiera de pie. Subida a la roca, y de puntillas, Lysk le besó de una forma tan cálida que ambos corrieron el peligro de arder.
Juntos, llenos de felicidad, comenzaron un camino cogidos de la mano, desde el nacimiento de un río lleno de felicidad y calor hasta… el fin del mundo”
-Feliz Cumpleaños. Que Lysk, o la Alegría te coja de la mano y no te suelte en el Camino de la Felicidad.
(…los Delirios son cosa mía)

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